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La “primera línea”: Radicalización y efectos de trayectoria

14 Enero 2020

El estallido social que se prolonga por casi tres meses ha dado lugar a un cúmulo de fantasías: desde la intromisión de agentes extranjeros hasta la promoción de un “enemigo interno” (con todo su poder de evocación incrustado en la memoria colectiva, originada en la doctrina de seguridad nacional bajo la dictadura), como si estas figuras fuesen necesarias para explicarnos lo que resulta para muchos inentendible.

Una figura más interesante, de características casi mitológicas, es la “primera línea”. ¿Qué cabe entender por tal? ¿Una suerte de agente colectivo que se yergue ante las fuerzas de orden y, eventualmente, militares cuando salieron a las calles, en modo de oposición física organizada? Este fenómeno es importante de descifrar, porque sobre él se han dicho muchas cosas, a menudo absurdas, criminalizando a quienes participan de él.

A decir verdad, conocemos poco de ella, y aún menos de su exacta composición interna. Lo poco que sabemos proviene de información periodística, de trozos de conocimiento que es difundido por redes sociales, de investigaciones iniciales en la academia, es decir, datos parciales y fragmentados. Dicho de otro modo: carecemos de información sistemática de quiénes componen la primera línea, y quien diga lo contrario es un vendedor de helados en Alaska. Por el lado de la academia, hay mucha investigación en curso sobre radicalización y paso a la violencia, pero los resguardos que se están tomando son considerables para no exponer a nadie ante un gobierno al que se le teme. La investigación científica sobre violencia política y radicalización está muy amenazada por regulaciones supuestamente éticas (los “consentimientos informados” que obligan a los investigadores financiados con fondos públicos eventualmente a denunciar): hacer ciencia social en Chile se está transformando en un problema cuando se abordan ciertos objetos de la realidad.

El fenómeno primera línea es relevante, por dos razones. En primer lugar, porque aquello que es nombrado como tal ha terminado de existir como algo duro como una roca, con toda su materialidad. En segundo lugar, porque sobre la primera línea ha habido todo un proceso de construcción social que engendró algo que, de otro modo, no existiría sino de modo fáctico, sin siquiera llegar a ser nombrado. Es este proceso de construcción social, institucional y mediático lo que ha llevado a interesarse en ella.

¿De qué estamos, exactamente, hablando? De un fenómeno de contraviolencia organizada que, gracias a etnografías informales y conversaciones con algunos de sus protagonistas, nos permiten concluir varias cosas.

La primera conclusión es que no existe una primera línea, sino varias, las que se ordenan en un eje defensivo/ofensivo. La función defensiva se aprecia en centenares de registros fotográficos, plagados de escudos de madera y metal sostenidos por hombres y mujeres que se proponen proteger a quienes buscan agredir a la autoridad encarnada por carabineros (aquellos que se inscriben en funciones ofensivas, se les conoce como “camoteros”, quienes lanzan piedras y bombas molotov).

Pero esta distinción funcional es poco explicativa. No solo hay varias primeras líneas, sino que participan en ellas varios grupos. Mucho se habla de los “anarkos”, pero quienes participan de la primera línea no ven ni reconocen: solo constatan la presencia de “capuchas”, en quienes no hay necesariamente ideología, aunque sí existe en ellos conciencia de la necesidad de reglas (pero no las que existen, las que son virulentamente rechazadas, por ilegítimas, malas, “pencas”, o lo que fuera… lo que no los hace anarquistas).

El segundo grupo es el de las barras bravas, cuya presencia es evidente en el entorno del monumento a Baquedano, pero cuya participación en la primera línea ocurre de modo desorganizado: es como si cada barra se disgregara en pequeños grupos que concurren a enfrentar a los carabineros.

El tercer grupo, cuya realidad es sumamente dudosa, consiste en lo que comúnmente es nombrado como “narcos”, quienes no son reconocibles por los que sí forman parte de la primera línea. Es muy probable que este grupo, que nadie ve ni reconoce, sea el fruto del miedo de las élites: lumpen, como si esta palabra de origen alemán y que Marx popularizó (el Lumpenproletariat) fuese autoexplicativa en Chile.

Un cuarto grupo está formado por liceanos y estudiantes, de todo el espectro institucional de casas de estudio. Un subgrupo al que he tenido acceso es a exalumnos de colegios privados, quienes justifican su presencia en funciones defensivas en primera línea argumentando que ellos, en virtud de sus ventajas de cuna, actúan defensivamente para que otros, quienes sí tienen razones para luchar, puedan hacerlo. El argumento es implacable.

Un quinto grupo es fantasmal, ya que no es observable como tal: es el grupo de niños y adolescentes del Sename. De este grupo no se sabe nada, y resulta inverosímil que niñ@s y adolescentes del Sename participen en esa calidad. Es probable que estén protestando, pero sobre ellos hay mucha especulación.

A estos cinco grupos se suman otros que cumplen funciones especializadas: los “pirotécnicos” y “tiradores”, cuya pericia es lanzar frontalmente fuegos artificiales a las fuerzas de orden, además de los conocidos cocktails molotov. También se encuentran los “rescatistas” y “enfermeros”, cuya función es auxiliar a quienes resultan heridos, y que nada tienen que ver con la Cruz Roja; sobre ellos, hay toda una investigación por hacer respecto del tipo de voluntariado que ellos encarnan. Se suman incluso los “músicos”, con tambores y saxo, lo que resulta sorprendente por el riesgo implicado.

Lo más importante es entender que no estamos en presencia de grupos estancos y perfectamente separados, sino que evocan más bien la posibilidad del entroncamiento (pensemos en las muñecas rusas): este es un dato relevante, ya que como lo prueban muchas investigaciones cualitativas sobre radicalización de personas en contextos democráticos, un mismo individuo puede transitar entre grupos y pertenecer a más de uno, en virtud de la multiposicionalidad de la que nos habla Boltanski, que es tan propia de la condición social de los sujetos modernos. Es probablemente esta ausencia de separaciones claras lo que ha podido originar la fantasía gubernamental de planes maléficos y teorías conspirativas (cuya lógica fue analizada por Cass Sunstein en su libro “Conspiracy Theories and Other Dangerous Ideas”).

La verdadera pregunta de investigación es: ¿qué pudo conducir a personas comunes y corrientes a frecuentar la primera línea? Para responderla, es imprescindible abandonar el discurso conspirativo y criminal, para entender las trayectorias sociales y vitales de personas de orígenes mucho más variados de lo que pensamos. Un excelente botón de muestra de lo que hay que hacer es el libro de Bonelli y Carrié publicado en Francia en 2018, en el que explican de modo brillante cómo 133 menores acusados de radicalización yihadista pudieron transitar a la radicalidad de la conducta (“La fabrique de la radicalité. Une sociologie des jeunes djihadistes français”). Más que el objeto, es el método el que interesa: lo que hay que entender son las trayectorias sociales, cruzando las “regulaciones internas de las familias” con los grados y modos de integración de los hijos en la sociedad: colegios, lugares de trabajo, grupo de amigos, eventuales colectivos militantes, etc.

Poco más se puede decir. Para entender, hay que desmitificar, que es la condición elemental de posibilidad del conocimiento.

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